Ya se me hace cotidiano. Agarro el celular, las llaves, tres bolsas (aunque casi siempre uso dos) y salgo para el Albert. Tengo entre cinco y seis cuadras de caminata pasando por el Binnenhof, el palacio de gobierno y sede de las cámaras legislativas de los Países Bajos.
A veces pienso que estoy viendo algo que todos los holandeses conocen pero que no todos los holandeses ven seguido. Y algunos quizás nunca. Es como vivir cerca del Congreso de la Nación en Buenos Aires, o de la Casa Rosada.
Frente al Binnenhof está el Albert. Uno nuevo que inauguraron hace poco. Hay Alberts por todos lados en La Haya y también en el resto de Holanda. Este del Binnenhof es como un Carrefour Express.
Tiene lo necesario y un poco más, pero no todo. Para eso, hay que ir al Albert Grande, como lo bautizamos con mi esposa, el que está en el centro. Y si con ese no alcanza, entonces hay que ir al Albert XL, que es gigante, pero para eso se necesita auto y no tenemos.
La ida y vuelta al Albert cada dos o tres días es parte de mi rutina de ejercicio. Me suelo equipar con la pulsera que cuenta pasos y movimiento o, a veces que me la olvido, sigo la cuenta con el mismo celular. Es que este supermercado está cerca ma non troppo.
Parecidos pero no iguales
En el Albert encuentro congelados, bebidas, galletitas, café y todo lo que se necesita para subsistir. En sí, la rutina es similar a la de cualquier otro supermercado del mundo, pero hay algunas diferencias que me llaman la atención.
Entrar a un supermercado de Holanda entre las 6 y las 7 de la tarde es como ingresar a un local en pleno Black Friday. Los productos vuelan de las góndolas y nadie los repone. La gente se apura y saquea, aunque después en la caja paga. Hay una especie de desabastecimiento pero se da por la velocidad y voracidad de consumo de la gente. Imposible encontrar pan a esa hora. Ya se lo llevaron todo.
Desde entonces descubrí que el mejor horario es después de las dos de la tarde. Antes no porque en el Albert también venden comida hecha para calentar y mucha gente sale de sus trabajos entre las doce y las dos para comprar el almuerzo. Eso hace que haya demasiado movimiento para mi gusto. Por eso lo mejor es ir después que esa gente ya se fue.
La rutina es similar a la de cualquier super del mundo. Agarrás una canastita, elegís lo que querés y después, a la caja.
Los productos están distribuidos de una forma particular, diría que de forma distinta a lo que podría esperar yo, pero ya me acostumbré y ahora hago rápido a la hora de encontrar lo que necesito. Aunque a veces, como todo supermercado pillo, te cambian las cosas de lugar para confundirte un poco así consumís un poquito más.
La rutina de recolección de productos podría ser super rápida si no fuera por dos némesis con los que me encuentro a menudo.
El primero son las alturas de algunas góndolas. Mi metro setenta es insuficiente para los altos cuerpos y largos brazos de los holandeses promedios. Confieso que me he tenido que ir más de una vez sin una mayonesa por no llegar bien arriba y algo al fondo.
El segundo son los repositores replicantes que no tienen empatía. No les interesa lo que estás comprando y es imposible hacerlos mover con un gesto o un ademán. Como a veces andan con carros, te ocupan toda una góndola y seguramente te bloquean el acceso a un producto.
Confianzudos, sí; boludos, no
A la hora de pagar, brillan las cajas de autoservicio donde hay que escanear los productos y pagar con tarjeta. Son las mejores para personas como yo, que no quieren interactuar con nadie.
A veces, cuando paso los productos por el escáner pienso si este no es en realidad tecnología extraterrestre. ¿Cómo puede detectar los códigos de barras que muchas veces se ven arrugados e incompletos? Juraría que en más de una ocasión acerqué el producto al escaner sin que el código quedara frente a él. ¿Cómo pudo leerlo? ¿Estamos en una simulación?
Esas son algunas de las dudas filosóficas que se me cruzan por la cabeza mientras paso los productos y los distribuyo por las distintas bolsas que llevo. Sí, porque si no tenés bolsas podés agarrarte las que tienen ahí, pero hay que pasarlas por el escáner también ya que tienen su precio.
Cuando escaneás alguna bebida alcohólica, inmediatamente aparece un cartelito que te informa que un asistente vendrá a comprobar tu edad. Seguido a esto, debería aparecer un joven o una joven, a pedirte una identificación. Pero a mi nunca me sucede, porque a lo lejos, las brillantes e incipientes canas de mi sien ya les confirman que dejé los dieciocho hace ya unos veinte.
Quizás estés pensando, ¿qué pasa si me olvido de escanear un producto? ¿Qué pasa si deliberadamente no escaneo un producto?
En primer lugar, cual panóptico, hay cámaras por todos lados que no sabés si te están observando o no. Y en segundo lugar, dentro de la caja, al momento de pagar, se tira un dado virtual que no ves y que puede disparar o no, una inspección.
Sí, porque la confianza en el público está pero en el Albert no son boludos. En caso de que te toque, un asistente se acerca y te cuenta, en holandés (o a veces en inglés) que va a revisar tus bolsas, chequeando cinco productos al azar.
Acto seguido, comienzan a revolver todo, poniéndo énfasis en los productos que quedaron más abajo o en aquellos que son más caros. Cuando me toca esta inspección (una de cada diez veces) todo el tetris que fui armando en las bolsas se desmorona.
Por suerte, esto no sucede a menudo y he llegado a sospechar que las probabilidades de inspección aumentan cuando el monto a pagar supera los 50 euros.
Con o sin inspección la caja me devuelve un ticket y con el código de barras de este, abro la barrera de salida para marcharme. Lo más seguro es que de la nada, afuera esté lloviendo porque en Holanda se larga en cualquier momento.
De ser así será el momento de la capucha y de emprender la caminata a casa con los víveres encima.