La primera vez que pasó estaba trabajando solo en casa. Era de mañana y estaba concentrado en el código o quizás en algún artículo similar a este que estás leyendo. Sumido al cien por cien en la pantalla de la laptop y abstraído de lo que me rodeaba.
El ventanal del departamento da a una amplia terraza que lamentablemente solo podemos aprovechar en verano, porque durante el resto del año las temperaturas en los Países Bajos son, precisamente… bajas.
En la terraza hay silloncitos, una sombrilla y algunas mesitas, sumadas a varias plantas y algún que otro adorno. Un paisaje que queda estático durante días, salvo por las veces que el viento fuerte se lleva puesto algún almohadón.
La abstracción de mi entorno al trabajar no apaga por completo todos mis mecanismos de defensa. Por decirlo mal y pronto, me refiero a esa sensación de vivir con el culo en la mano, respecto a que en cualquier momento puede pasar algo malo a nivel seguridad.
Ese sentido arácnido forjado en Buenos Aires queda en stand-by todo el tiempo dentro de mi cabeza y fue el que detectó aquella vez un movimiento en la terraza. Una sombra.
Recuerdo que miré de golpe y vi un tipo en la terraza.
La primera reacción instintiva fue de preocupación y hasta miedo. Dos segundos después, era algo más cercano a la ansiedad por no saber cómo manejar una situación así en un país que no es el mío.
¿Qué le digo? ¿En qué idioma le hablo? ¿Le pregunto qué quiere o lo increpo de una? ¿Muestro mi habitual cordialidad o me hago el malo?
Mientras pensaba en eso noté que el tipo traía cosas. Había un balde y otros artilugios. Eran herramientas de trabajo que estaba subiendo desde el estacionamiento, lugar al que da la terraza. Enseguida me di cuenta que era un laburante y no una amenaza.
De todos modos algo no me cerraba. El tipo estaba como pancho por su casa, mientras preparaba sus utensilios y subía también una escalera.
No hice nada. Me quedé mirando de reojo a ver qué hacía mientras miraba la pantalla de la laptop. Por supuesto que él me podía ver a través de las ventanas y las puertas vidriadas que separan la terraza del living. Lo que menos quería que pasara era que me golpeara la ventana para hablarme.
En un momento tomó su balde y se acercó. Yo ya pensaba que se venía otra interacción incómoda con un holandés, pero no. El tipo sacó una esponja, la metió en el balde con agua y comenzó a lavar los vidrios de la terraza, del lado de afuera.
Estuvo un rato largo en la tarea hasta que en un momento terminó. Tomó la escalera que había subido y la usó para subirse al balcón del vecino de arriba. Allí seguramente continuaría su tarea invadiendo más espacios de privacidad.
Esta escena se repetiría innumerables veces más. Algunas veces vendría este mismo hombre a limpiar las ventanas, pero en otras oportunidades serían otras personas con escaleras para llegar a los vecinos de arriba o con otros elementos de trabajo.
En una oportunidad me asomé a preguntarle al limpiador si necesitaba algo (le hablé en inglés). Esa vez me dijo que no pero recuerdo que un día de invierno con temperaturas bajo cero me golpeó la ventana y me pidió si le llenaba el balde con agua caliente. Claro, el balde de agua se le congelaba al estar afuera.
Hasta el día de hoy me sigue llamando la atención el hecho de que no avisen ni pidan permiso para disponer de la terraza. Pareciera que poco les importa la propiedad y, especialmente la privacidad.
En fin, se ve que es una costumbre holandesa y a esta altura ya me acostumbré. No es raro estar trabajando y ver a un completo desconocido subirse a la terraza, correrme los silloncitos y ponerse a hacer algo.
Ah, y la limpieza de los vidrios no es gratis. Es parte del pago del alquiler, que incluye también este tipo de servicio.